Ojalá este hermoso país nuestro
fuera capaz de inspirar un poquito de amor patrio como el que inspira esa
tierra que vio nacer una de las primeras democracias del mundo y al que todos,
digo bien, todos llevan en el corazón junto con su bandera.
Discurso de
Investidura de John Fitzgerald Kennedy pronunciado el 20 de enero de 1961
Compatriotas:
Celebramos
hoy, no la victoria de un partido, sino un acto de libertad —simbólico de un
fin tanto como de un comienzo— que significa una renovación a la par que un
cambio, pues ante vosotros y ante Dios Todopoderoso he prestado el solemne
juramento concebido por nuestros antepasados hace casi 165 años. El mundo es
muy distinto ahora. Porque el hombre tiene en sus manos poder para abolir toda
forma de pobreza y para suprimir toda forma de vida humana. Y, sin embargo, las
convicciones revolucionarias por las que lucharon nuestros antepasados siguen
debatiéndose en todo el globo; entre ellas, la convicción de que los derechos
del hombre provienen no de la generosidad del Estado, sino de la mano de Dios.
No
olvidemos hoy día que somos los herederos de esa primera revolución. Que sepan
desde aquí y ahora amigos y enemigos por igual, que la antorcha ha pasado a
manos de una nueva generación de norteamericanos, nacidos en este siglo,
templados por la guerra, disciplinados por una paz fría y amarga, orgullosos de
nuestro antiguo patrimonio, y no dispuestos a presenciar o permitir la lenta
desintegración de los derechos humanos a los que esta nación se ha consagrado
siempre, y a los que estamos consagrados hoy aquí y en todo el mundo.
Que
sepa toda nación, quiéranos bien o quiéranos mal, que por la supervivencia y el
triunfo de la libertad hemos de pagar cualquier precio, sobrellevar cualquier
carga, sufrir cualquier penalidad, acudir en apoyo de cualquier amigo y
oponernos a cualquier enemigo.
Todo
esto prometemos, y mucho más.
A
los viejos aliados, cuyo origen cultural y espiritual compartimos, les
brindamos la lealtad de los amigos fieles. Unidos, es poco lo que no nos es
dado hacer en un cúmulo de empresas cooperativas; divididos, es poco lo que nos
es dado hacer, pues reñidos y distanciados no osaríamos hacer frente a un reto
poderoso.
A
aquellos nuevos estados que ahora acogemos con beneplácito en las filas de los
libres, prometemos nuestra determinación de no permitir que una forma de
dominación colonial desaparezca solamente para ser reemplazada por una tiranía
harto más férrea. No esperaremos que secunden siempre todo punto de vista,
nuestro, pero abrigaremos siempre la esperanza de verlos defendiendo
vigorosamente su propia libertad, y recordando que, en el pasado, los que
insensatamente se entregaron a buscar el poder cabalgando a lomo de tigre
acabaron invariablemente por ser devorados por su cabalgadura.
A
los pueblos de las chozas y aldeas de la mitad del globo que luchan por romper
las cadenas de la miseria de sus masas, les prometemos nuestros mejores
esfuerzos para ayudarlos a ayudarse a sí mismos, por el periodo que sea
preciso, no porque quizás lo hagan los comunistas, no porque busquemos sus
votos, sino porque es justo. Si una sociedad libre no puede ayudar a los muchos
que son pobres, no podrá salvar a los pocos que son ricos.
A
nuestras hermanas repúblicas allende nuestra frontera meridional les ofrecemos
una promesa especial: convertir nuestras buenas palabras en buenos hechos
mediante una nueva Alianza Para el Progreso; ayudar a los hombres libres y los
gobiernos libres a despojarse de las cadenas de la pobreza. Pero esta pacífica
revolución de esperanza no puede convertirse en la presa de las potencias
hostiles. Sepan todos nuestros vecinos que nos sumaremos a ellos para oponernos
a la agresión y la subversión en cualquier parte de las Américas. Y sepa
cualquier otra potencia que este hemisferio se propone seguir siendo el amo de
su propia casa.
A
esa asamblea mundial de estados soberanos, las Naciones Unidas, que es nuestra
última y mejor esperanza de una era en que los instrumentos de guerra han
sobrepasado, con mucho, a los instrumentos de paz, renovamos nuestra promesa de
apoyo: para evitar que se convierta en un simple foro de injuria, para
fortalecer la protección que presta a los nuevos y a los débiles, y para
ampliar la extensión a la que pueda llegar su mandato.
Por
último, a las naciones que se erigirían en nuestro adversario, les hacemos no
una promesa sino un requerimiento: que ambas partes empecemos de nuevo la
búsqueda de la paz, antes de que las negras fuerzas de la destrucción
desencadenadas por la ciencia suman a la humanidad entera en su propia
destrucción, deliberada o accidental.
No
les tentemos con la debilidad, porque sólo cuando nuestras armas sean
suficientes sin lugar a dudas, podremos estar seguros sin lugar a dudas de que
no se utilizarán jamás. Pero tampoco es posible que dos grandes y poderosos
grupos de naciones se sientan tranquilos en una situación presente que nos
afecta a ambos, agobiadas ambas partes por el costo de las armas modernas,
justamente alarmadas ambas por la constante difusión del mortífero átomo, y
compitiendo, no obstante, ambas, por alterar el precario equilibrio de terror
que contiene la mano de la postrera guerra de la humanidad.
Empecemos,
pues, de nuevo, recordando en ambas partes que la civilidad no es indicio de
debilidad, y que la sinceridad puede siempre ponerse a prueba. No negociemos
nunca por temor, pero no tengamos nunca temor a negociar.
Exploremos
ambas partes qué problemas nos unen, en vez de insistir en los problemas que
nos dividen.
Formulemos
ambas partes, por primera vez, proposiciones serias y precisas para la
inspección y el control de las armas, y para colocar bajo el dominio absoluto
de todas las naciones el poder absoluto para destruir a otras naciones.
Tratemos
ambas partes de invocar las maravillas de la ciencia, en lugar de sus terrores.
Exploremos juntas las estrellas, conquistemos los desiertos, extirpemos las
enfermedades, aprovechemos las profundidades del mar y estimulemos las artes y
el comercio.
Unámonos
ambas partes para acatar en todos los ámbitos de la tierra el mandamiento de
Isaías llamado a “deshacer los pesados haces de opresión… (y) dejar ir libres a
los quebrantados”.
Y
si con la cabeza de playa de la cooperación es posible despejar las selvas de
la suspicacia, unámonos ambas partes para crear un nuevo empeño, no un nuevo
equilibrio de poder, sino un nuevo mundo bajo el imperio de la ley, en el que
los fuertes sean justos, los débiles se sientan seguros y se preserve la paz.
No
se llevará a cabo todo esto en los primeros 100 días. Tampoco se llevará a cabo
en los primeros 1.000 días, ni en la vida de este Gobierno, ni quizá siquiera
en el curso de nuestra vida en este planeta. Pero empecemos.
En
vuestras manos, compatriotas, más que en las mías, está el éxito o el fracaso
definitivo de nuestro empeño. Desde que se fundó este país, cada generación de
norteamericanos ha debido dar fe de su lealtad nacional. Las tumbas de los
jóvenes norteamericanos que respondieron al llamamiento de la patria circundan
el globo.
Los
clarines vuelven a llamarnos. No es una llamada a empuñar las armas, aunque
armas necesitamos; no es una llamada al combate, aunque combate entablemos,
sino una llamada a sobrellevar la carga de una larga lucha año tras año,
“gozosos en la esperanza, pacientes en la tribulación”: una lucha contra los
enemigos comunes del hombre: la tiranía, la pobreza, la enfermedad y la guerra
misma.
¿Podremos
forjar contra estos enemigos una grande y global alianza ?al norte y al sur, al
este y al oeste?, que pueda garantizarle una vida fructífera a toda la
humanidad? ¿Queréis participar en esta histórica empresa?
Sólo
a unas cuantas generaciones, en la larga historia del mundo, les ha sido
otorgado defender la libertad en su hora de máximo peligro. No rehuyo esta
responsabilidad. La acepto con beneplácito. No creo que ninguno de nosotros se
cambiaría por ningún otro pueblo ni por ninguna otra generación. La energía, la
fe, la devoción que pongamos en esta empresa iluminará a nuestra patria y a
todos los que la sirven, y el resplandor de esa llama podrá en verdad iluminar
al mundo.
Así
pues, compatriotas: preguntad, no qué puede vuestro país hacer por vosotros;
preguntad qué podéis hacer vosotros por vuestro país.
Conciudadanos
del mundo: preguntad, no qué pueden hacer por vosotros los Estados Unidos de
América, sino qué podremos hacer juntos por la libertad del hombre.
Finalmente,
ya seáis ciudadanos norteamericanos o ciudadanos del mundo, solicitad de
nosotros la misma medida de fuerza y sacrificio que hemos de solicitar de
vosotros. Con una conciencia tranquila como nuestra única recompensa segura,
con la historia como juez supremo de nuestros actos, marchemos al frente de la
patria que tanto amamos, invocando Su bendición y Su ayuda, pero conscientes de
que aquí en la Tierra la obra de Dios es realmente la que nosotros mismos
realicemos.
John Fitzgerald Kennedy, Washigton D.C. 20 de enero de
1961
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